lunes, 16 de marzo de 2015

CONSEJERÍA LETRADA 19

Gabriel García Márquez:
Los consejos del Maestro
Por  Josean Ramos*



“Yo, que vivo de las palabras, que trabajo con las palabras, tengo que andar con gran cuidado porque mi peor enemigo también son las palabras”.

Como escritor y periodista, debo reconocer que lo más significativo del encuentro con el Maestro Gabriel García Márquez aquella memorable tarde de agosto de 1985, fueron los sabios consejos y trucos que me dio relativos al oficio de escribir, esa artesanía singular que domina al manejar las palabras como herramientas de carpintería. Y es que el Gabo era un gran domador de palabras, que a veces peleaba y se enredaba a trompadas con ellas, ganaba y se dejaba ganar, hasta sentirlas caer por su propia fuerza de gravedad en el lugar que les correspondía dentro de la obra literaria. Al momento de la entrevista, el insigne escritor le daba la primera de varias lecturas a su recién concluida novela El amor en los tiempos del cólera, lo cual le permitía contar ya su verdadero argumento y la orfebrería en su creación, sin temor a que le trajera “pava” o mala suerte.

Cuando el Gabo se vestía su overol azul traído de Bangkok y se encerraba a escribir una novela, por lo general había dos versiones de la misma obra, la que iba narrando en las cuartillas y la que le contaba a sus amigos íntimos. En realidad no lo hacía por engañar a aquellos a quienes pensaba cada vez que declaraba a los periodistas que solo escribía para que sus amigos lo quisieran más. Lo hacía como parte del método de trabajo que le exigía su oficio, el más solitario del mundo, pensando quizás en aquello que dijo en cierta ocasión: “el que no tenga Dios, que tenga supersticiones”.

Entonces, como una forma de consulta para ver qué resonancia tiene en el otro, García Márquez disfrazaba la obra. Al final, la novela que escribía y la que contaba a sus amigos resultaban totalmente distintas, aunque muy buena también. Era parte de un estricto régimen físico y mental al momento de gestar sus fábulas, como un atleta de alto rendimiento, que lo llevaba a levantarse todos los días a las cinco de la mañana, hacer media hora de bicicleta fija y sentarse frente a la máquina de escribir de seis de la mañana a tres de la tarde, sin respirar. Si lograba sacar en limpio un par de cuartillas al día, lo consideraba una jornada productiva.

De tanto trabajar con las palabras, de tanto barajarlas, sobre todo, cuando ejercía el llamado “ingrato oficio” del periodismo durante su prehistoria literaria, García Márquez llegó a desarrollar una conciencia plena de su responsabilidad con el lector, precisamente a través de la palabra. “Yo, que vivo de las palabras, que trabajo con las palabras, tengo que andar con gran cuidado porque mi peor enemigo también son las palabras”, advirtió aquella tarde. Por eso nunca publicó una línea que no tuviera como base un hecho real, nada de fantasía a lo Walt Disney. Para el Gabo, un escritor no puede imaginar ni inventar lo que le venga en gana, porque corre el riesgo de incurrir en la mentira, que a su entender, resulta más grave en la literatura que en la vida real. Por eso concebía la imaginación como un instrumento de elaboración de la realidad, cuya fuente de creación es siempre la propia realidad.

Al momento de la entrevista, García Márquez tenía 58 años y la edad ya se le notaba, más aun, escribiendo El amor en los tiempos del cólera, una novela muy larga que le traía múltiples problemas técnicos y físicos que no tenía cuando escribió Cien años de soledad. “Un libro tan largo es muy difícil de manejar, además, la edad se nota. Cuando escribía Cien años de soledad, hasta ahora mi libro más largo, tenía 20 años menos, y mi nueva novela tiene cien páginas más, va a perder algunas en el camino, estoy quitando frases inútiles, de manera que eso la concentra sin que cambie o se sacrifique nada de la novela, porque no quiero sacrificar nada. En realidad, si tiene esa longitud, esa es la longitud de la novela. Uno no decide el tamaño de una novela, uno no puede decir ‘voy a escribir un libro largo o corto’, cada libro trae su propio tamaño”, sentenció.

En El amor en los tiempos del cólera la edad cuenta porque cuando escribía Cien años de soledad, sabía en todo momento dónde estaba cada cosa en las 400 y tantas páginas del original. Como se cuida tanto de las palabras repetidas, cuando veía una que había usado anteriormente más o menos con el mismo sentido, iba y la buscaba y allí la encontraba. “Tenía 20 años menos y menos problemas en la cabeza. Era un escritor tranquilo, anónimo, que escribía en su casa sin que nadie lo molestara, sin que nadie viniera de Puerto Rico a hacerle una entrevista”, reprochó sutil.

“En cambio ahora tengo todo el manejo, por supuesto, pero manejar esta cosa, saber dónde está cada cosa… de pronto se encuentra uno un párrafo, un bloque que sabe uno que ahí se desequilibra todo; en cambio, si pasa a otra parte, lo equilibra. Uno sabe dónde quiere que pase, pero a veces me echo muchas horas encontrando dónde está ese lugar. Entonces uno se fatiga un poco, no se escribe con la misma fluidez, pero tengo la impresión, en cambio, que se escribe con más madurez, con más profundidad. Se medita más, se tiene más cuidado de lo que se va a decir. Se pone más atención a todo. Se tiene más responsabilidad, para decirlo de alguna manera. Ahora eso hace más difícil el trabajo de escribir”, declaró.

Otro problema de la novela larga, me reveló esa tarde, es que si el autor se demora mucho en escribirla, corre el riesgo de que termine por aburrirse del tema. Por eso aconseja salir de ella lo más pronto que uno pueda, con gran intensidad. Después no importa, puede uno quedarse con ella el tiempo que quiera, pues nadie lo obliga a publicarla. “Cuando ya estalla uno, cede la tensión, está uno relajado y entonces puede uno seguirla trabajando sin prisa, sin angustia. Pero mientras está en el puro proceso de creación, de la escritura, hay que crear esa tensión. Por eso tuve que alterar mi ritmo de trabajo, que antes era de 9 de la mañana a 2 de la tarde, y ahora es de siete a tres”, reveló.

Como buen artesano de la palabra, el Gabo sabía advertir los problemas inherentes que le crea a un escritor una novela larga, cuando, por ejemplo, lee el lector en tres o cuatro días lo que uno escribe en dos o tres años, lo que le permite notar los cambios de humor imperceptibles que hayan, porque lo ve mucho más concentrado, en conjunto, con una visión panorámica mucho más rápida. “Por eso trato de tener todos los días de la vida en que estoy escribiendo esta novela un mismo humor. Entonces dejo de leer periódicos, o si los leo, los leo en la tarde. No recibo llamadas telefónicas mientras estoy escribiendo para que no me cambie el humor. Tiene que ser todos los días el mismo humor, tiene que ser un régimen de boxeador. Hago media hora diaria de bicicleta fija, no como de noche, sino cosas muy ligeras, porque un mal sueño le hace cambiar a uno el humor. Es un verdadero sacrificio, pero vale la pena. Ahora, a uno eso no le cuesta ningún trabajo porque es la vocación. La mayor satisfacción que uno puede tener es estar haciendo uno el único trabajo que le gusta y tiene el reconocimiento público, y hasta tiene la posibilidad de vivir solo de ese trabajo, es una maravilla”, confesó.

García Márquez tenía plena consciencia de que todo esto se puede lograr cuando el escritor tiene ya la vida resuelta, porque escribir ocho horas seguidas, acostarse a la misma hora todos los días y no tener cambios de humor, son cosas importantes y para eso se necesita tener la vida resuelta, si no, no se puede, aconsejaba. “Hay que hacerles ver a los jóvenes escritores, a los que vienen atrás, que se escribe mejor con la vida resuelta que sin resolver. Hay un criterio romántico de que cuanto más jodido esté uno, mejor le salen las cosas. Lo que pasa es que cuando hay la vocación, hay la inspiración y entonces sale con hambre o sin hambre. Pero si sale con hambre y sin hambre, es mejor que salga sin hambre, ¿no?”

Cuando el Maestro estaba escribiendo tampoco leía mucho lo que iba dejando atrás, porque esperaba que cuando lo terminase lo hubiese olvidado o no recordase muy bien lo que escribió, de manera que al leerlo no lo tuviese demasiado cercano y pudiese hacerlo casi como si no fuera suyo. “Esa distancia me permite una lectura crítica mucho más profunda, mucho más crítica, pero si lo tengo que leer a la tercera vez todo te huele a pescado viejo, entonces tú crees que es culpa del libro y eres injusto, porque es culpa de estarlo leyendo constantemente, de aprendértelo de memoria. Total, que es un oficio difícil, pero yo no puedo imaginar otro mejor”, concluyó.
(Fragmento de un trabajo mayor.)


* El autor es un reconocido escritor y periodista puertorriqueño. Autor entre otras obras de la biografía de Daniel Santos: Vengo a decir adiós a los muchachos.

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