CONSEJERÍA LETRADA 19
Gabriel García Márquez:
Los consejos del Maestro
Por Josean Ramos*
“Yo, que
vivo de las palabras, que trabajo con las palabras, tengo que
andar con gran cuidado porque mi peor enemigo también son las palabras”.
Como escritor y periodista, debo reconocer que
lo más significativo del encuentro con el Maestro Gabriel García Márquez
aquella memorable tarde de agosto de 1985, fueron los sabios consejos y trucos
que me dio relativos al oficio de escribir, esa artesanía singular que domina
al manejar las palabras como herramientas de carpintería. Y es que el Gabo era
un gran domador de palabras, que a veces peleaba y se enredaba a trompadas con
ellas, ganaba y se dejaba ganar, hasta sentirlas caer por su propia fuerza de
gravedad en el lugar que les correspondía dentro de la obra literaria. Al
momento de la entrevista, el insigne escritor le daba la primera de varias
lecturas a su recién concluida novela El amor en los tiempos del cólera, lo
cual le permitía contar ya su verdadero argumento y la orfebrería en su
creación, sin temor a que le trajera “pava” o mala suerte.
Cuando el Gabo se vestía su overol azul traído
de Bangkok y se encerraba a escribir una novela, por lo general había dos
versiones de la misma obra, la que iba narrando en las cuartillas y la que le
contaba a sus amigos íntimos. En realidad no lo hacía por engañar a aquellos a
quienes pensaba cada vez que declaraba a los periodistas que solo escribía para
que sus amigos lo quisieran más. Lo hacía como parte del método de trabajo que
le exigía su oficio, el más solitario del mundo, pensando quizás en aquello que
dijo en cierta ocasión: “el que no tenga Dios, que tenga supersticiones”.
Entonces, como una forma de consulta para ver
qué resonancia tiene en el otro, García Márquez disfrazaba la obra. Al final,
la novela que escribía y la que contaba a sus amigos resultaban totalmente
distintas, aunque muy buena también. Era parte de un estricto régimen físico y
mental al momento de gestar sus fábulas, como un atleta de alto rendimiento,
que lo llevaba a levantarse todos los días a las cinco de la mañana, hacer
media hora de bicicleta fija y sentarse frente a la máquina de escribir de seis
de la mañana a tres de la tarde, sin respirar. Si lograba sacar en limpio un
par de cuartillas al día, lo consideraba una jornada productiva.
De tanto trabajar con las palabras, de tanto
barajarlas, sobre todo, cuando ejercía el llamado “ingrato oficio” del
periodismo durante su prehistoria literaria, García Márquez llegó a desarrollar
una conciencia plena de su responsabilidad con el lector, precisamente a través
de la palabra. “Yo, que vivo de las palabras, que trabajo con las palabras,
tengo que andar con gran cuidado porque mi peor enemigo también son las
palabras”, advirtió aquella tarde. Por eso nunca publicó una línea que no
tuviera como base un hecho real, nada de fantasía a lo Walt Disney. Para el
Gabo, un escritor no puede imaginar ni inventar lo que le venga en gana, porque
corre el riesgo de incurrir en la mentira, que a su entender, resulta más grave
en la literatura que en la vida real. Por eso concebía la imaginación como un
instrumento de elaboración de la realidad, cuya fuente de creación es siempre
la propia realidad.
Al momento de la entrevista, García Márquez tenía
58 años y la edad ya se le notaba, más aun, escribiendo El amor en los tiempos
del cólera, una novela muy larga que le traía múltiples problemas técnicos y
físicos que no tenía cuando escribió Cien años de soledad. “Un libro tan largo
es muy difícil de manejar, además, la edad se nota. Cuando escribía Cien años
de soledad, hasta ahora mi libro más largo, tenía 20 años menos, y mi nueva
novela tiene cien páginas más, va a perder algunas en el camino, estoy quitando
frases inútiles, de manera que eso la concentra sin que cambie o se sacrifique
nada de la novela, porque no quiero sacrificar nada. En realidad, si tiene esa
longitud, esa es la longitud de la novela. Uno no decide el tamaño de una
novela, uno no puede decir ‘voy a escribir un libro largo o corto’, cada libro
trae su propio tamaño”, sentenció.
En El amor en los tiempos del cólera la edad
cuenta porque cuando escribía Cien años de soledad, sabía en todo momento dónde
estaba cada cosa en las 400 y tantas páginas del original. Como se cuida tanto de
las palabras repetidas, cuando veía una que había usado anteriormente más o
menos con el mismo sentido, iba y la buscaba y allí la encontraba. “Tenía 20
años menos y menos problemas en la cabeza. Era un escritor tranquilo, anónimo,
que escribía en su casa sin que nadie lo molestara, sin que nadie viniera de
Puerto Rico a hacerle una entrevista”, reprochó sutil.
“En cambio ahora tengo todo el manejo, por
supuesto, pero manejar esta cosa, saber dónde está cada cosa… de pronto se
encuentra uno un párrafo, un bloque que sabe uno que ahí se desequilibra todo;
en cambio, si pasa a otra parte, lo equilibra. Uno sabe dónde quiere que pase,
pero a veces me echo muchas horas encontrando dónde está ese lugar. Entonces
uno se fatiga un poco, no se escribe con la misma fluidez, pero tengo la
impresión, en cambio, que se escribe con más madurez, con más profundidad. Se
medita más, se tiene más cuidado de lo que se va a decir. Se pone más atención
a todo. Se tiene más responsabilidad, para decirlo de alguna manera. Ahora eso
hace más difícil el trabajo de escribir”, declaró.
Otro problema de la novela larga, me reveló esa
tarde, es que si el autor se demora mucho en escribirla, corre el riesgo de que
termine por aburrirse del tema. Por eso aconseja salir de ella lo más pronto
que uno pueda, con gran intensidad. Después no importa, puede uno quedarse con
ella el tiempo que quiera, pues nadie lo obliga a publicarla. “Cuando ya
estalla uno, cede la tensión, está uno relajado y entonces puede uno seguirla
trabajando sin prisa, sin angustia. Pero mientras está en el puro proceso de
creación, de la escritura, hay que crear esa tensión. Por eso tuve que alterar
mi ritmo de trabajo, que antes era de 9 de la mañana a 2 de la tarde, y ahora
es de siete a tres”, reveló.
Como buen artesano de la palabra, el Gabo sabía
advertir los problemas inherentes que le crea a un escritor una novela larga,
cuando, por ejemplo, lee el lector en tres o cuatro días lo que uno escribe en
dos o tres años, lo que le permite notar los cambios de humor imperceptibles
que hayan, porque lo ve mucho más concentrado, en conjunto, con una visión
panorámica mucho más rápida. “Por eso trato de tener todos los días de la vida
en que estoy escribiendo esta novela un mismo humor. Entonces dejo de leer periódicos,
o si los leo, los leo en la tarde. No recibo llamadas telefónicas mientras
estoy escribiendo para que no me cambie el humor. Tiene que ser todos los días
el mismo humor, tiene que ser un régimen de boxeador. Hago media hora diaria de
bicicleta fija, no como de noche, sino cosas muy ligeras, porque un mal sueño
le hace cambiar a uno el humor. Es un verdadero sacrificio, pero vale la pena.
Ahora, a uno eso no le cuesta ningún trabajo porque es la vocación. La mayor
satisfacción que uno puede tener es estar haciendo uno el único trabajo que le
gusta y tiene el reconocimiento público, y hasta tiene la posibilidad de vivir
solo de ese trabajo, es una maravilla”, confesó.
García Márquez tenía plena consciencia de que
todo esto se puede lograr cuando el escritor tiene ya la vida resuelta, porque
escribir ocho horas seguidas, acostarse a la misma hora todos los días y no
tener cambios de humor, son cosas importantes y para eso se necesita tener la
vida resuelta, si no, no se puede, aconsejaba. “Hay que hacerles ver a los
jóvenes escritores, a los que vienen atrás, que se escribe mejor con la vida
resuelta que sin resolver. Hay un criterio romántico de que cuanto más jodido
esté uno, mejor le salen las cosas. Lo que pasa es que cuando hay la vocación,
hay la inspiración y entonces sale con hambre o sin hambre. Pero si sale con
hambre y sin hambre, es mejor que salga sin hambre, ¿no?”
Cuando el Maestro estaba escribiendo tampoco
leía mucho lo que iba dejando atrás, porque esperaba que cuando lo terminase lo
hubiese olvidado o no recordase muy bien lo que escribió, de manera que al
leerlo no lo tuviese demasiado cercano y pudiese hacerlo casi como si no fuera
suyo. “Esa distancia me permite una lectura crítica mucho más profunda, mucho
más crítica, pero si lo tengo que leer a la tercera vez todo te huele a pescado
viejo, entonces tú crees que es culpa del libro y eres injusto, porque es culpa
de estarlo leyendo constantemente, de aprendértelo de memoria. Total, que es un
oficio difícil, pero yo no puedo imaginar otro mejor”, concluyó.
(Fragmento de un trabajo mayor.)
* El autor es
un reconocido escritor y periodista puertorriqueño. Autor entre otras obras de
la biografía de Daniel Santos: Vengo a
decir adiós a los muchachos.